Uno de los productos más emblemáticos de las vegas de Motril y Salobreña sobrevive, pese a su anunciada desaparición, y la campaña se cierra con dos millones de kilos.
Las ‘papas’. Así, sin más. Muchas generaciones de agricultores de la vega de Motril y Salobreña podrían contar mil historias de un generoso tubérculo que, durante décadas, aportó un plus productivo y económico a las tierras litorales. Pero cuando se acabó la caña se acabaron las patatas y hoy mal perviven hasta extremos impensables hace veinte años, habiendo pasado de los doce millones de kilos de hace un par de lustros a los escasos dos millones con los que se saldará la campaña de 2011, reducida a un escueto periodo de treinta días, del 15 de marzo hasta hoy 15 de abril. Ni sombra de lo que fue antaño. Uno de los cultivos más emblemáticos de las vegas de Motril y Salobreña está aguantado el envite de su propia y anunciada extinción.
«Antes sí era un negocio y daba sustento a mucha gente, ahora esto dura un mes nada más», explica Elena Romero, responsable comercial de Frutas Tejerina, una de las escasísimas empresas de la zona que aún trabajan la patata de la zona y que le están viendo el fin al cultivo. «La patata aprovechaba el barbecho de la caña de azúcar, y eso le daba al suelo una calidad excelente para este cultivo», indica Romero.
Y así es, la escasa vega que pervive en la franja litoral es una extensión de tierras yermas en las que no se crían ya ni los pedruscos. Antes las plantaciones de patatas servían para poner la tierra a punto. Ahora para sacarle rentabilidad hay que llevar a cabo un proceso costoso: se necesita mucho estiércol que tiene un alto coste, el precio del abono ha subido un 50% y también se ha disparado el gasoil.
«El fin de la caña sentenció a las papas de la vega», argumenta Pedro González, responsable de atención al agricultor de la empresa Miguel García Sánchez e Hijos, S.A.. Para González, además, la propia configuración de las zonas productivas de Motril y Salobreña hacen inviable, a corto plazo, este y otros muchos cultivos testimoniales. «Hablamos de ‘pedazos’, de un minifundio excesivo que complica la mecanización y por ende la rentabilidad de la patata», señala.
Pero esto no es todo. El precio de la semilla se ha quintuplicado, se importa de Francia y Holanda y esto contrasta con la brutal caída de la producción en la Costa Tropical, que ha pasado de los 1.800 kilos por hectárea a mucho menos de la mitad y todo esto teniendo en cuenta que los precios por kilo al agricultor son los mismos de hace ni más ni menos que veinte años. «En esa época, cincuenta pesetas eran cincuenta pesetas -dice Elena Romero-, pero hoy esto no es nada».
Con todo, las empresas de Motril que aún trabajan este producto lo destinan principalmente a mercado nacional y, más concretamente a zonas como Bilbao, Valladolid, Sevilla o Cádiz e incluso, fuera de nuestras fronteras, a Portugal. Destinos como Perpignan (Francia) ya se acabaron.
A todo esto, el agricultor de la zona no deja de estar abatido por el hecho de que la semilla que aquí cuesta una fortuna se vende, a precio irrisorio, en Marruecos; un país cuya producción desborda no ya la de la Costa, sino la de España en su conjunto, más la francesa, la de Egipto y un largo etcétera, «y además vemos cómo estas patatas se venden en los grandes supermercados como nuevas, siendo viejas, contrastando con la calidad que aún puede aportar nuestro producto», dice la comercial de Tejerina. El dato habla por si solo: De siete u ocho ‘lavadoras’ de patata en la Costa ya solo quedan dos. Otra empresa más se ha retirado este año.
Vender en la calle
A ras de campo, el agricultor está que trina. «Yo he tenido que vender sacos en la calle para ganar algo», relata Juan Lupiáñez Correa, que a sus cincuenta y tantos años sigue la tradición familiar de las papas, un legado más emocional o cultural que económico. «Mi suegro, mi padre. Me decían que no sabía ponerlas hasta que las conseguí mejor que ellos», comenta con agrado sus recuerdos.
Este agricultor, de los pocos que se ha atrevido a mecanizar su labor, se lamenta de que «la papa se pierda inevitablemente». «A mí me gusta la patata, se cría muy buena como extratemprana, está hecha agua y buenísima de comer… Pero la que nos traen de fuera ha traído hasta plagas», cuenta con tristeza.
Este agricultor se resiste a abandonar algo que es más que un cultivo, pero la pregunta inevitable surge de esa resistencia: «¿Qué pongo si no?». Ya pasó con el maíz, ahora le toca al tubérculo y, de ahí a que el suelo solo sirva para criar ‘jopos’ solo hay un paso. El campo está hundido», sentencia Lupiáñez.
Hace muy pocos años la caña daba paso, por periodos, a la patata. Era muy fácil localizar las fincas, se veían por todos lados; «hoy hay que ir a buscarlas», aclara este agricultor. El tubérculo ‘consumía’ mucho suelo, pero la caña se encargaba de regenerarlo. Hoy, aquellas extensiones de surcos arrancados y sacos alineados en la primavera, coincidiendo con las lluvias de pavesas, no se encuentran ya ni en fotografías. ¿Y una vez que se acaben las ‘papas’ qué?: esa es la pregunta.